
Imaginémonos a dos personas, cada una a un lado de un canal. Uno le grita al otro: “¿Cómo hago para llegar al otro lado?” …, y el otro le contesta: “¡Pero si usted ya está del otro lado!”.
La esencia de este chiste repetido reposa en una forma de ceguera que puede llegar a ser la causa de guerras, de divorcios, de altercados familiares, fracasos políticos y hasta la pérdida de dinero de mercadeo…, ¡más que cualquier otra causa!
Inclusive muchos de nosotros todavía nos comunicamos como si tuviéramos los ojos vendados.
Pero volvamos al tema del canal. Ambos personajes asumen que lo que es verdadero para el uno lo es también para el otro. Pero esto rara vez es así.
Ni uno ni otro hicieron esfuerzo alguno para ver desde el punto de vista del otro, y si bien el resultado puede ser algo jocoso, esta inhabilidad de ver las cosas “con los ojos” de los demás puede traer muy graves consecuencias.
Robert McNamara, quien fuera secretario de Defensa de los Estados Unidos, y un arquitecto clave en la guerra de Vietnam, falleció en 2009 y durante los últimos treinta años de su vida agonizó sobre esta fútil operación y sus fatales consecuencias. Una de sus conclusiones fue esta: Su principal falla fue no haber conocido a su enemigo y no haberse puesto “dentro de su piel para vernos a través de sus ojos”. ¡El resultado de esta omisión no fue nada jocoso!
¿Qué es inferir con precisión?
No es nada fácil ver las cosas a través de los ojos de otra persona. Incluso, no tiene nombre propio. La palabra empatía serviría de mucho, pero rara vez se usa correctamente…, se utiliza para significar una especie de supersimpatía…, es más: el diccionario generalmente sugiere sinónimos como “entendimiento o compasión”.
La verdadera empatía va mucho más allá..., los psicólogos la llaman “la teoría de la mente” –que ha sido definida como la habilidad de inferir los pensamientos de los demás, para luego utilizarla en construir un planteamiento adecuado–.
En su libro Zero Degrees of Empathy: A New Theory of Human Cruelty and Kindness, de Simon Baron-Cohen, el profesor en la Universidad de Cambridge sostiene que todos nos ubicamos en algún punto de la escala de la empatía. Aquellos que están en el polo positivo del espectro, son altamente sensibles a los pensamientos e ideas de otros y son capaces de ajustar su comportamiento de acuerdo con ellos.
Lo curioso es que él sugiere que los actos de crueldad humana no son el resultado de ningún concepto endemoniado, sino de una total ausencia de empatía. Para alguien ubicado en el polo negativo –totalmente incapaz de reconocer que otras personas puedan tener pensamientos o sentimientos propios–, un acto de crueldad no es considerado como tal. En ese contexto, los psicópatas poseen cero grados de empatía.
Pero nosotros que nos desempeñamos en el oficio de la comunicación y la persuasión, necesitamos estar conscientes permanentemente de los efectos de la empatía, tanto positivos como negativos. Primero, porque nos evita que, sin darnos cuenta, podamos incomodar, desorientar, insultar o generar angustia a nuestro auditorio, y segundo, porque puede aumentar enormemente la claridad y aceptabilidad de lo que procuramos comunicar.
En 1996 la profesora Jean Aitchison en la Universidad de Oxford manifestó que un efectivo comunicador debe ser capaz de imaginar eventos desde el punto de vista de otras personas. En el argot de moda: debe tener una “teoría de la mente”… y por supuesto, no se trata solamente de eventos que debemos poder imaginar, sino también de opiniones, prejuicios y experiencias.
Aquellos de nosotros que tenemos, de vez en cuando, conversaciones telefónicas con niños de cuatro años, sabemos que no todos nacemos dotados de empatía “programada”. Uno le pregunta al niño: “¿qué haces?”…, “estoy jugando”, responde; “¿con qué?”, preguntamos…, “con esto”, responde…, “¿y qué es esto?”…,“esto, ¡esto!”, responde, ya irritado por la insistencia estúpida. En lugar de estar en ambos lados del canal, usted y el niño están en puntas opuestas de una línea telefónica, y al igual que la persona #2 en el canal, el niño no se ha puesto en el sitio del otro. Él sabe con qué está jugando…, lo está viendo…, ¡por qué es usted tan ignorante!
Transmisores y receptores
Robert McNamara aprendió a la fuerza acerca de las penalidades por no haber dedicado suficientes pensamientos e imaginación al contenido en la mente de otras personas, y cincuenta años más tarde también Colin Powell, el entonces secretario de Defensa de los Estados Unidos, hizo lo mismo. Cuando lo interrogaron en 2009 sobre la invasión a Iraq y cómo había afectado las relaciones EE. UU./Europa, dijo: “Nuestras políticas han molestado y a veces hemos usado un lenguaje que no fue seleccionado con un entendimiento claro de cómo sería recibido por oídos europeos”. Por supuesto, no siempre podemos tener certeza acerca de cómo nuestras palabras puedan llegar a los oídos de otros, pero no hay excusa por no haber puesto nuestro esfuerzo en comprender cómo podrían llegar esas palabras; ¡aunque se trate de un breve e-mail a un individuo o una campaña masiva dirigida a millones!
Refiriéndose a sus propuestas, a muchos políticos les gusta pregonar “lo he dicho con absoluta claridad”. Ellos podrán pensarlo, pero nunca deben darlo como hecho. Los únicos que pueden saber con certeza que fue absolutamente claro no son los transmisores, sino los receptores.
En cualquier debate o cualquier intento de convertir o persuadir a alguien, lo primero que tenemos que procurar es establecer –imaginándonos– el nivel de conocimiento o ignorancia, de prejuicios a favor o en contra, en la mente de nuestra audiencia. Cuando comenzamos a entender esto, sabremos no solo qué obstáculos debemos superar, sino, lo que es más valioso: qué podemos dar por hecho.
Como ejemplo, quiero citar esta historia: “Solicité a un joven redactor de veinte años elaborar un texto para un aviso de catálogo, para un par de cortaúñas de mango largo. Ya le habían aclarado que su público objetivo era gente mayor. El redactor escribió con entusiasmo estos titulares: “¿Avanzando en edad?”… “¿Su cintura se está quejando?”. “Ahora no necesita agacharse”…
¿A este copy habría que felicitarlo por su intento de empatía, pero quizás criticarlo por irrelevante? Porque cualquiera que está buscando en el mercado un cortaúñas de mango largo, ya sabe que sus años van avanzando y ya sabe que agacharse ya no es tan fácil como antes. Lo único que necesita saber es la información precisa que no poseía: que ahora hay un cortaúñas de mango largo. …Y cuando a la comunicación, el receptor le aporta o la completa (llega a su propia conclusión: “ …eso es para mí porque no necesitaré agacharme…”), ¡el mensaje es infinitamente más potente!
Eso es lo que aquel “gurú” del mercadeo, Arthur Koestler, dio a entender cuando dijo: “el artista domina a su audiencia cuando la vuelve cómplice”.
Como los políticos, debemos procurar que las cosas sean “absolutamente claras”… y sabemos que, a veces, pueden quedar más claras y convincentes cuando las dejamos incompletas.