
Hasta hoy, la mayor atención sobre la historia de la vida intelectual de Gabriel García Márquez, ha recaído en Bogotá, Barranquilla y Cartagena; con pasajes en París, Barcelona y México. Visto así, pareciera que fue en alguna de esas ciudades donde “el señor de Aracataca” se hizo y creció como escritor. Pero no, los biógrafos del Nóbel colombiano han sido injustos con Zipaquirá, ciudad que es famosa mundialmente por su fabulosa Catedral de Sal. Hasta el más famoso y dedicado biógrafo de Gabo, el inglés Gerald Martin, pasa con ligereza y grandes equivocaciones por sobre esa etapa vital y fundamental para la gloria y la fama de García Márquez, y de Colombia.
Pero en verdad, Zipaquirá, que es el último en el abecedario de más de mil municipios de Colombia, es el primero en “materia del Nóbel”, porque fue allá donde descubrieron, le dieron forma a su talento y lo consolidaron como escritor. A Gabo le tendieron la mano y lo impulsaron para que dejara el dibujo y las coplas mamagallistas y ascendiera a la prosa literaria. Lo dirigieron y moldearon su grandes dones, “enrutando” sus pasos a la gloria. Pero luego de de su nacimiento y crecimiento literario allí, “la ciudad de la sal”, quedó anónima, a no ser para que cuando la relacionan con el Nóbel, es solo para decir que él sintió allá mucho frío y soledad, pero nada más. Sin embargo allí, la calidez de quienes lo acogieron de 1943 a 1946 en el Liceo Nacional de Varones (por entonces el mejor de Colombia), compensaron el frío que tanto lo hizo sufrir y de autor de coplas, hicieron de él uno de los grandes escritores del mundo. Es bueno recordar que desde el Siglo XVIII, en Zipaquirá reinaba la literatura, al punto de ser una ciudad con alma de centro literario.
La Tarjeta de identidad de Gabriel José de la Concordia García Márquez no era de Aracataca, ni de Barranquilla, ni en Sucre, ni de Bogotá, ni de ninguna otra ciudad, era de Zipaquirá. El nació físicamente en Aracataca, pero literariamente en Zipaquirá, ciudad donde su profesor de Literatura, “La manca” Cecilia González, (intelectual de esa ciudad), el famoso poeta Carlos Martín y otros profesores y compañeros, lo convirtieron de coplista y dibujante, en escritor. García Márquez, escribió:”A mi profesor Carlos Julio Calderón Hermida fue a quien se le ocurrió esa vaina de que yo escribiera”. Y también, “todo lo que sé, se lo debo al bachillerato”.
El siguiente es el relato exclusivo para la revista Anda, sobre la llegada de Gabo a Zipaquirá, y que hace parte de la historia que Gustavo Castro Caycedo rescató de la memoria de 83 testigos, (30 ya murieron), para su libro: “Gabo: cuatro años de soledad”, su vida en Zipaquirá, de Ediciones “B”, Grupo Zeta.
Un “inmortal” caminando por las calles zipaquireñas: “La noche anterior, el Gabriel no había podido conciliar el sueño pensando en su futuro; había dejado el baúl, la “muda de ropa” y su equipaje, listos; pero las horas se habían hecho lentas y pesadas, casi no pudo pegar los ojos tratando de imaginarse cómo sería esa tal Zipaquirá. Ya en la mañana, antes de las siete, llegó a la Estación de la Sabana, en la calle 13, relativamente cerca de la pensión de Eliécer Torres, en la carrera Décima entre las calles 19 y 20.
“Ese día la gran noticia nacional fue la declinación del doctor Eduardo Santos como candidato de la Dirección Liberal a la Cámara de Representantes. Y en lo internacional, la Segunda Guerra Mundial: en el frente asiático; las tropas japonesas que avanzaban hacia Napangho, sufrieron más de 2000 bajas.
A 14.380 kilómetros de allí, ese mismo día, en la casona colonial de grandes balcones cargados de geranios, orquídeas y begonias, que ocupa media manzana de la calle Séptima con carrera Octava, a dos cuadras de la Plaza Mayor de Zipaquirá, en el Liceo Nacional de Varones, donde convivían estudiantes acomodados y jóvenes pobres de provincia, se vivía otro cuento. Allí, la noticia del día fue la matrícula de un nuevo interno para tercero de bachillerato, casi tres semanas después de iniciado el año escolar.
Ese el lunes 8 de marzo de 1943, llegó al Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá un costeño, delgado y de abundante cabellera, nacido el 6 de Marzo de 1927, en Aracataca, Magdalena; hijo del telegrafista Gabriel Eligio García y de Luisa Santiaga Márquez de García. Los demás alumnos, por ejemplo Jaime Bravo, habían iniciado clases el 13 de febrero de 1943.
Al nuevo alumno de 16 años de edad, como a todos los del Liceo, le pusieron apodo: "Peluca". Le asignaron una cama en el "dormitorio grande". "El Negro" Humberto Guillén, lo vio desorientado y despistado, muy solo, y con bondad solidaria se ofreció para ayudarle a subir el colchón y el baúl. José Gabriel firmó la matrícula No 182 para tercero de bachillerato.
A la misma hora en que Gabo tomaba el tren que lo llevaría a Zipaquirá, ese lunes 8 de marzo, los señores más importantes de la ciudad, incluyendo el Alcalde y los Concejales, madrugaron como siempre al café de Don Luis Valbuena, para “desayunarse” con los sucesos y noticias del día, y para “tertuliar” sobre las de la víspera. El café quedaba en la Plaza Mayor, exactamente al frente de la gigantesca Catedral diocesana.
El tren comenzó a pitar a las siete en punto, cuando partió al rumbo que por un acaso le había deparado el destino a Gabriel García Márquez, quien a cada kilómetro recorrido, le aumentaba la ansiedad.
Gabo y su acudiente Eliécer Torres, subieron al vagón del el Ferrocarril del Norte, en la Estación de la Sabana, el viaje se demoraría una hora y 25 minutos, aproximadamente“. El servicio del tren de pasajeros tenía dos horarios de salida, las siete de la mañana y las tres de la tarde; pero viajar en este ultimo, no le permitía llegar a tiempo para sentar la matrícula y tramitar su ingreso como nuevo alumno interno, protagonista de la “aventura estudiantil”, que llevaba entre pecho y espalda, y que lo impulsó a la fama. “Todo lo que se, se lo debo al bachillerato, dijo Gabo ya siendo Nobel.
Ya había recorrido casi mil kilómetros en vapor y en tren; así que Gabo y su acudiente, Eliécer Torres Araújo, dueño de la pensión para costeños de la carrera Décima N° 19 - 52, (donde estuvo situada luego la sede de la famosa “Radio Sutatenza”, y donde despachó el hoy Cardenal Darío Castrillón), madrugaron para no perder el tren.
A eso de las 7 y 20 de la mañana, luego de haber parado en Usaquén, se repitió el paisaje sabanero, tranquilo y sosegado, que tanto le había gustado a Gabriel García Márquez unos días antes, cuando llegaba a Bogotá desde Puerto Salgar. El ritmo acompasado del Ferrocarril del Norte, (que si se describiera hoy, sería más o menos el ritmo repetitivo de la música “dance”), y el paisaje, se repetían kilómetro a kilómetro, calmando la angustia de Gabriel, temporalmente.
El venía distraído viendo el paisaje cuyo fondo eran los cerros del occidente, la visión era aún novedosa para él, porque donde vivía no tenían el espectáculo cordillerano, que ciertamente es bello. Cerca de la carrilera, el campo estaba salpicado de espigas doradas, hijas de los trigales que servían de desayuno a los copetones y a los cuervos, antes de que las volvieran pan; y había campesinos colgados de sus arados, halados por yuntas de bueyes; de tapias de barro con una hilera doble de tejas y de sembrados de papa, vecinos de inmensos eucaliptos. Una bandada de patos madrugadores, unas vacas bien formadas que regresaban al corral, luego del ordeño, y la bruma matinal; terminaron por cautivar la atención del ‘cataquero’ García Márquez, que iba derecho a su reclusión estudiantil.
Por ratos, Gabo volvía a su nostalgia; experimentaba un doble sentimiento: el de la añoranza de su vegetación costeña, plagada de platanales y palmeras, y el gusto por el verdor y la armonía de la Sabana de Bogotá, que gozaba de un cielo con muchos tonos de azul, concentraciones de nubes con “rotos” por los que se colaban los rayos del sol, iluminando y dándole notoriedad a los ranchos campesinos.
La campana de la estación de La Caro marcó la tercera parada del tren, donde Gabo fue invitado a una ‘almojábana’ de queso por su acudiente. Tres minutos después, se reinició el viaje y entonces apareció el río Bogotá, al que en esa época aún no lo habían enfermado y envenenado los curtidores de cuero, ni las fábricas, ni toda la gama de contaminadores que surgieron para abusar de sus aguas.
A los ojos de García Márquez y de todos los que lo veían en esa época, era un río bello, silencioso, aun limpio, al que le hacían calle de honor los sauces llorones, que acariciados por el viento, más bien deberían llamarse sauces alegres. En otros momentos, por acción de la niebla, esos delicados sauces asemejaban encajes sobre el paisaje.
Después de la última parada, en Cajicá, la inquietud y el temor a lo desconocido retornaron al corazón del muchacho flaco, pálido y de abundante cabellera, nacido en Aracataca 15 años antes, o mejor, casi 16. Los vecinos de puesto le contaron a él y a su acompañante que faltaba poco para llegar. Que al pasar la loma de “San Roque”, se vería ya Zipaquirá. De pronto a Gabriel lo invadió nuevamente la sensación de “dolor” de lejanía; se sintió desorientado y se acordó que estaba haciendo mucho frío.
Eran las 8 y 25 de la mañana cuando el tren, con su pito animado por el vapor, avisó que llegaba a Zipaquirá, el maquinista halaba la cadena que hacía “bramar” ese potente aparato por entre bocanadas de humo.
Y entonces apareció la primera imagen de ese trozo de Colombia sobre el que no sabía nada, nada de nada, y donde habría de permanecer cuatro años de su vida, descritos hoy como: Gabo: Cuatro años de soledad.
Había llegado a Zipaquirá luego de su largo viaje desde Barranquilla por el río Magdalena y luego en tren hasta el centro del país, donde entabló amistad con otros jóvenes costeños, como él, alegres, fiesteros, que traían una guitarra que sabía sonar a vallenatos y a boleros, interpretada a la perfección.
El ferrocarril había traspasado Usaquén, La Caro, Cajicá, y finalmente estaba en Zipaquirá. Gabriel y Eliécer se bajaron del tren en la “Estación Bazzani”, a las 8 y 30. Y paradójicamente, lo primero que vieron en la “Ciudad de la Sal”, fue a las “carameleras” vendedoras de dulces, que se abalanzaban contra las ventanas del tren, sobre los pasajeros que continuaban el viaje a Nemocón..Estas blandían sus canastos repletos de atractivas golosinas no aptas para diabéticos, y gritaban:”caramelos, obleas; están fresquitas sumercé”.
Lo otro que captaron las pupilas de Gabo, fue a una campesina que estaba frente a la plaza de ferias, junto a un burro amarrado sobre el que había fijado un canasto, pero no con dulces, sino repleto de yerbas aromáticas.
Gabo no debe haber olvidado el sonido de la campana de la estación de Zipaquirá anunciando la salida a Nemocón, y el prolongado pitazo de este, antes de partir. Tal vez era un pasaje similar a lo que él había captado en Aracataca, cuando llegaba y partía el famoso tren amarillo. Y es posible que, ese día esto lo haya llevado a recordar a su abuelo, el Coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, con quien iba a esa estación; y a sentir que lo embargaba desde ese momento la nostalgia en esta ciudad plana, bordeada al occidente por una extensa cadena de cerros; que Gabo vio durante 1375 días (cuatro años), desde ese 8 de marzo de 1943, hasta el 6 de diciembre de 1946.
Y es entonces es cuando empieza a desgranarse la galería de sucesos, tragedias, éxitos, amores, novias y amigos del Nóbel, en su propia “novela” en Zipaquirá, durante los cuatro años que vivió allí, donde lo hicieron escritor.