
Radialmente hablando, Bernardo Hoyos, el único londinense nacido en la fría y arzobispal Santa Rosa de Osos, Antioquia, murió en su ley, cuando dirigía la Emisora de la Tadeo, 106.9 FM. También había nacido en su ley oyendo emisoras de onda corta en radios de tubo que hablaban en idiomas extraños. Perplejos, los niños de entonces nos preguntábamos por dónde se metía la gente para hablar desde esa cajita.
Profesionalmente, Hoyos, el exquisito, se inició en una emisora de pedal en los sorprendentes años cincuenta: la de la Universidad Pontificia Bolivariana del famoso “Moncho” Félix Henao Botero. Asistido por el Espíritu Santo, Henao Botero lo había descubierto y fichado para su causa radial después de escuchar su voz que no daba sueño.
A veces los purpurados pecan y empatan. Henao Botero se encargaría de poner de patitas en la calle al hombre que cuando caminaba, sonreía, se hacía el nudo de la corbata o se amarraba los cordones, irradiaba cultura.
Lo hacía de una forma espontánea, a la manera de los cultos de verdad: sin que se le notara, sin dárselas. Por eso lo perseguían los premios de periodismo culturales que coleccionaba como las divas coleccionan amantes desechables.
Monseñor lo destituyó porque lo encontró “culpable” de que en una escasez de material, hubiera autorizado que se pasara por su emisora un programa de la BBC de Londres en el que se hacía la defensa del control natal en la India.
Eso iba contra el mandato bíblico de crecer y multiplicarse, que en Antioquia se aplicaba a rajatabla. Era demasiado para un Monseñor godito de amarrar en el dedo gordo.
Fue tal vez la única vez que Bernardino, como dice su cédula que se llama, fue separado de su cargo. Todos pujaban por tenerlo en su nómina. O en una informal tertulia de café, en un restaurante, haciendo cola para entrar a cine, en una primera comunión, en el más encopetado club, en la corrida de un catre.
Cuando ingresó a la Academia Colombiana de la Lengua, lo hizo de la mano de Woody Allen a quien citó en su improvisación para evocar sus primeros “días de radio”.
En el caso de este gentleman de todo el maíz, en el principio fue la palabra. Era un conversador de profesión, de los que sabía escuchar, y hablar cuando le tocaba. Sus interlocutores salían enriquecidos lícitamente de su ámbito. Provocaba dictarle auto de detención para exprimirle información.
Me tocó ser testigo de excepción la vez que un poeta de la calle lo abordó para entregarle unos poemas. “¿Cómo le parecieron los que le entregué en otra ocasión?”, le preguntó el desdentado bardo, seguramente con el almuerzo embolatado. “Todo poema es importante”, fue la respuesta de Hoyos quien prometió leer la producción de su interlocutor que se esfumó, feliz con la respuesta.
Contaba que tenía un amigo taxista que lo transportaba a veces. No tenía inconveniente en regalarle entrada para los conciertos.
Tenía empatía con los de arriba, el centro y los de abajo. Como también le gustaba toda clase de música, de cine, de literatura. Era su forma de vivir desmesuradamente.
Podría haber cobrado para que lo escucharan. Además, convirtió en aliada esa cuasiceguera que lo hermanaba con Borges, quien recordaba la magnífica ironía de Dios que le dio al mismo tiempo los libros y la noche.
En su terruño madrugó a pulirse en la lectura de Don Quijote, Proust, y en otros clásicos que había en la biblioteca de su padre notario.
Don Luis y la costurera doña Olivia Pérez, sus padres, le inculcaron el amor por los libros.
Casi por accidente, más bien por pragmati$$$mo paisa, estudió leyes en la Bolivariana y escribió una tesis de la que nadie se acuerda: “El derecho en la España visigótica y la obra jurídica de san Isidoro de Sevilla”. (De san Isidoro es esta perla: “El hombre que no ríe es capaz de matar a la madre”).
Su gusto musical, escribió José Daniel Ramírez Combariza, “era tan grande como su espíritu. Música gregoriana, el mundo del barroco encabezado por Juan Sebastián Bach (su hijo lleva ese nombre), los grandes románticos, Claude Debussy, la canción napolitana, el lied, la música sacra de todos los tiempos….”.
Ese repertorio formó parte del concierto de despedida que le brindaron en el auditorio de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, el último escenario de su andadura. Lleno a reventar, por supuesto.
Claro que también podía hablar largo y tendido con su amigo Iván Amaya en algunos de sus programas radiales sobre las múltiples versiones de “Triste Domingo”, o se explayaba con su amigo Mario Rivero en “sesudas” controversias para tratar de dilucidar si tal gato de un cuadro de Botero “vivía” en los prostíbulos de las mellizas Arias o de Marta Pintuco, con quien se encontró una vez en el aeropuerto de Londres.
Como los caballeros de la Edad Media, el maestro Bernardo trató de servir a su dama, doña Constanza Montes. Su gran aspiración era ser recordado como buen padre de Juan Sebastián, alto heliotropo del Gimnasio Moderno.
En el nombre de su único vástago prolongó su devoción por Bach, el cantor de Leipzig. En la bella oración que leyó en las exequias, el hijo le hizo el reconocimiento como padre de excepción. De él, como de muy pocos, se puede decir que no lloramos su muerte, celebramos su vida.