
Hace un par de años almorcé con el embajador de la Unión Europea en Colombia. Estábamos hablando de los problemas en Colombia y yo le dije que tenía claro cuáles eran los tres principales: el primero, falta de conciencia sobre ¿quiénes somos?, ¿qué nos hace únicos?, nuestra interdependencia , que todo lo que nos pasa es por acción u omisión, que somos el país más rico del planeta y nos han metido el cuento de que somos pobres, tercermundistas, subdesarrollados. El segundo, le dije, es falta de confianza: en nosotros mismos y nuestra gente. Y el tercero es falta de coherencia entre las 3 P´s, pensamiento, palabra y proceder.
El europeo me escuchó atentamente y me dijo: “Esos no son los tres problemas, son las tres soluciones. El problema más grande de Colombia es la exclusión y la inequidad”.
Con las tres soluciones claras, pienso que es importante pasar del discurso a la acción, pasar de “lo que pasa es que” al “qué pasaría si”.
¿Qué pasaría si cada uno de los colombianos en Colombia y fuera del país es consciente de que la exclusión genera violencia y nos aleja de la tan anhelada paz? ¿Qué es la exclusión? Arranca con pensamientos: el sentirse mejor que otro porque se tiene más…, más aparatos, carros, casas, fincas, plata; el sentirse mejor por el ancestro, color de piel, belleza física; el sentirse mejor por la posición que ocupa, el cargo, la pleitesía que otros le rinden.
La exclusión también se manifiesta con la comunicación, verbal y no verbal. Me decía recientemente un amigo, “esa es una niña bien”. Le pregunté a qué se refería. “Es de buena familia”, me dijo. Volví a indagar. Me respondió: “Gente bien, usted entiende, gente con plata”. Yo le pregunté: “¿O sea que la gente sin plata es la gente mala?”.
Con una empresa hicimos para sus empleados un taller de un día muy interesante, para tratar la inclusión y diversidad. Dividimos el grupo en equipos pequeños y cada equipo tenía un desafío…, identifique aquellas frases, dichos, paradigmas que generan exclusión. Recuerdo algunos de los aportes: “Trabajando como negro para vivir como blanco”, “Marica el último”, “Ese man es un indio”. Lo interesante del ejercicio es que el común denominador era la risa. Yo reflexioné con la audiencia sobre esta reacción. Cuando nos reímos de una frase o un chiste excluyente, implícitamente estamos expresando aprobación. Y vamos construyendo cultura.
Hay palabras que decimos sin percatarnos porque ya son “parte de la cultura”, pero que son parte del problema nuestro. Cuando mi hijo mayor, Felipe, tenía 14 años, llegué un día a la casa y le dije: “Pipe, imagínate lo que vi en el centro de Bogotá, un negrito con una carreta vendiendo chicha y chontaduro… mira la foto…”. No alcancé a terminar lo que estaba diciendo cuando él me pregunta: “¿Negrito, acaso él te dice a ti blanquito? ¡Apuesto a que la espalda de él es el doble del tamaño de la tuya!”. Y así era.
Lo que decimos es importante: 7% del impacto de un mensaje son las palabras. Cómo lo decimos es más importante: 38% del impacto es el tono de voz. Lo que no decimos pero nuestro cuerpo comunica a través de gestos, de la posición del cuerpo y de los ojos es aún más importante. El 55% del impacto de un mensaje es el lenguaje corporal.
Al ser esto así, debemos ser muy cuidadosos con las señales que enviamos. Pienso que al salirnos de nuestro facilismo y hacernos esa pregunta que genera la regla de oro, logramos ser parte de la solución y no parte del problema. Si la regla de oro es haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti, y no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti, La pregunta puede ser: ¿Qué me gustaría y qué no me gustaría que me hicieran?
La paz en el corazón de cada uno de los colombianos
Cuando veo el indicador de inequidad que muestra a Colombia como el tercer país más inequitativo del mundo, me pregunto, “¿qué puedo hacer yo?”. No soy el gobierno para encontrar ese balance sutil entre suficientes impuestos para tener con qué generar riqueza, pero no demasiados que espanten el capital y la inversión. No soy uno de los “grandes cacaos” ni lidero una gran organización que pueda imaginarse, crear y fondear una estrategia poderosa para reducir brechas. No soy parte de una entidad multilateral que puede, mediante estrategias, romper círculos viciosos y crear círculos virtuosos.
Es fácil reconocer lo que no soy, las razones por las que no soy la persona que debe resolver el problema. Es fácil encontrar excusas, justificaciones, racionalizaciones.
Qué he hecho yo. Compré una finca, La Minga, a una hora de Bogotá, en la vía a Choachí. Soy el primero de la ciudad en la vereda Resguardo Alto. Encontré en los vecinos gente extraordinaria, trabajadores, generosos, amables, solidarios. El primer diciembre que estuve ahí, quería hacer algo con la gente. Lo primero que se me ocurrió fue el regalo para “los niños pobres”. Recordé que en mi familia hacían eso. Recordé también cómo de adolescente empecé a ver que el paternalismo y el asistencialismo generan más desesperanza aprendida, más venta de lástima, más mendicidad.
Recordé esas palabras sabias de Bill Drayton: “No hay que dar pescado, tampoco enseñar a pescar. ¡Hay que crear sistemas de pesca!”.
Los activos ocultos estaban en mi cuarto de san Alejo: juguetes, ropa, artículos del hogar y libros que no usaba. Las preguntas nuevas giraron alrededor de cómo unimos la vereda logrando empoderamiento, creando un modelo sustentable y replicable. Y el sistema fue una jornada de trueque con una moneda propia: el mingo.
Mis cosas valían un mingo o dos mingos. Los campesinos traían sus guatilas, duraznos, fresas, lechugas –esto valía cinco mingos–. Una planta valía siete y un árbol diez mingos. De esa forma, el mensaje era claro: lo del campo vale. Don Hernando, un vecino que produce trucha, llegó con las manos vacías. Le pregunté si estaría dispuesto a compartir su conocimiento de cómo hacer un cultivo de trucha. Aceptó con gusto y le dictó a un amigo durante 90 minutos sus conocimientos. Recibió quince mingos.
Ese día estábamos compitiendo con el alcalde y con el párroco. El alcalde había organizado la junta del agua y el párroco hizo una promoción, cásese y le regalo los anillos y el ponqué. Logró 91 matrimonios. A pesar de esto, logramos 98 personas. En la segunda jornada, 520; en la tercera, 1.000, y en la cuarta, 1.300 personas.
¿Qué hemos logrado? Por un lado hemos creado una plataforma de confianza y un sistema replicable. Por otro hemos construido las bases para una vereda empoderada y pacífica. Y acortamos la brecha entre los que más tienen y los que menos tienen.