
El último “disparo” que hice en ese emporio publicitario llamado Sancho, donde trabajé 16 años hasta hace 15, fue para uno de sus dueños, Rodrigo Arango, un manizalita bien parecido a Clark Gable que le habría testado el bigote, quien llegó bronceado a las playas de mi escritorio a decirme que ya tenía yate,
un Ferretti fondeado en Cartagena de Indias, y que mi tarea inmediata era bautizárselo, pero no con un nombre sofisticado como “Parolus”, “Fortuny”, “Óctopus” o “Christina”, sino más bien cachondo, juguetón y populachero, algo así como “Al vaivén de las olas”, “Llévame al fin del mundo” o “Vente conmigo”, que colegas rivales habían estampado en el flanco de sus balandros.
Como el texto estaba implícito y latiendo desde la misma solicitud y en descubrirlo y enunciarlo radica la destreza del creativo, no tuve que pensarlo dos veces y con mi letra Palmer se lo escribí con marcador sobre el antebrazo: “Ya-te tengo”. El sibarita no cabía de la plenitud. Eso era. Ninguna de sus entangadas sirenas en perspectiva tendría escapatoria posible.
No sé cuántos cruceros le dio al Caribe saboreando el champán de la vida con su gorra impoluta de capitán, cubiertas sus ojeras con esas gafas antisoles que estilan en bermudas los potentados, haciéndoles extensivo el apelativo de la efímera nave a sus conquistadas fugaces, mientras éstas tiraban por la borda canastas de lenguados a las glotis glotonas de los manatíes antillanos.
El caso es que mientras él se lanzó a la mar yo fui lanzado al asfalto con mi salvavidas de prestaciones, donde también corren el peligro de hundirse los que no tienen de qué aferrarse. Antes de que comenzara a hacer aguas se me apareció en un escollo una sirena sardina que me condujo a buen puerto. Y mientras yo quedaba de catre con la pesca milagrosa de esta criatura sobrenatural en pose de urbana, Rodrigo lograba poner de catre las Antillas en pleno.
Lástima que a este rey de la dicha se la ganara de mano la que desdicha, la que pone el punto final cuando la frase no ha terminado, y al poco tiempo al capitán se le acabó el vapor y hoy descansan ambos en sendas radas.
El año que pasó, para salir de estas vacaciones obligatorias que disfruto en mi opípara biblioteca de pensionado, leyendo y escribiendo como si el universo mundo no ofreciera placeres superiores, tales como libar, yantar, morfar y ligar, acompañé con un costal de libros de superación existencial a mi pretendida costilla y mis jóvenes hijos a un hostal de yoguis exhippies de la calle 60 en las inmediaciones del Parque Tayrona, donde desde luego no había correo electrónico, nevera, televisión, luz eléctrica, ni nada que pudiera perturbar la meditación ultratrascendente.
Desde la media altura yo detectaba el verde del mar esperanzado de ubicar la estela blanca del “Ya-te tengo”, ahora tal vez destinado a parejas de alquiler, y de subirme a él para convertirme en un jeque que no se queje, gozando de los placeres terrestres en tal yate a salvo de asanas. Pero transigí por una hamaca entre limoneros, donde me apliqué con un cacho a la lectura de las Confesiones imperdonables de Aristóteles Onassis, armador infalible, mientras templaba y contemplaba a mi gentil consorte oreándose y dorándose al sol bajo una elevada palma de coco, con la conciencia tan tranquila como la mar ajena de nubes.
¡Qué sería de mi vida regalada sin esta estrella –pensaba–, que con tanto amor cuida de mis finanzas y me lava las medias, me espanta los fantasmas, regúlame el kundalini, me conduce el Mercedes y con un lápiz rojo tacha los párrafos que su tercer ojo apercibe que me pueden causar problemas! A lo mejor todo esto es la perfecta asimilación de las enseñanzas del bendito swami de Goa que, por esa mala costumbre de los celosos occidentales, despierta mi desconfianza.
El magnate de Esmirna, el Griego de Oro, aburrido del fasto de su isla de Skorpios, “frío y fuerte en la superficie, lleno de fuego y caliente por dentro”, como decía de sí mismo desde que lavaba platos en Buenos Aires hasta que comenzó a ensamblar transatlánticos petroleros, los párpados sostenidos por esparadrapos dada su miastenia gravis, estaba en lo fino sobre la cubierta de María Callas, un poco pasada de kilos y decibeles, y ya lo irremediable iba a suceder entre Escila y Caribdis en el Mediterráneo picado, cuando percibí que mi amada leve levantaba de la arena la cabecita, se sentaba y estiraba la mano para recoger de encima del libro de Indra Devi que le regaló Piero el cantante, el tubo de bronceador para repasar el interior de sus fragantes muslos, que ésos sí son mis flamantes yates.
En ese preciso instante, desplomado de la ramazón de la palma, cayó sobre la delicada huella que su occipital había demarcado en la arena, un coco considerable que acabó de ahondarla con un golpe seco. Quedé, como dicen las señoras, patidifuso. Un milagro de quién sabe qué procedencia distinta de mi pasión vigilante había salvado a mi sacerdotisa de un accidente grotesco. Se puso de pie, se cubrió con el sari, me miró con los ojos sonrientes y se dirigió al cuarto como caminando sobre las aguas. Como venganza natural trepané el coco con un machete y me serví un coco-loco loco de amor.
No tuvo la misma suerte, como leo en el periódico de esta tarde, José Avelino Ramírez, de Melgar, Tolima, quien acostumbraba a hacer siestas maratónicas en una mecedora al pie de su casa, debajo de su palma consentida, que de la manera más natural le dejó caer sobre su frágil cocorota un pesado coco, el cual al rajarle el cráneo se lo llevó viendo estrellas, ante los ojos de su esposa que lo miraba a través de la malla de la ventana, quizás pensando qué sería de su vida sin su descansado consorte, que parecía haberle caído del cielo.
Lo que es yo, ni multado vuelvo a incursionar por debajo de un cocotero, y ni siquiera de un manzano ni de un árbol de rayos en la tormenta; antes bien, voy a tomarme en serio los ministerios del yoga y a ponerme bajo la protección de esta disciplina que mantiene vivos a los faquires sin pasar bocado en semanas, les permite levantar grandes pesos con su miembro viril, emparejarse con serpientes y disfrutar con desenfreno de sus camas de clavos. Y, extendiendo la mano sobre la duna dorada de mi consentida –encomendando mi eterno ardor al hedonista que en vida fue mi patrono–, decirle a ella en el oído cada noche “Ya te tengo” mientras me esfumo.