Asociación Nacional de Anunciantes de Colombia
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Bogotá, Colombia

ANTONIO PANESSO


R48P40G01Los colombianos nos acostumbramos a aprender de él en prensa, radio y televisión. El sobrino resumió así la parábola vital del tío: “Tuvo su centro en lo pedagógico desde el periodismo. Siempre lo utilizó como cátedra, no como trinchera”. Por Oscar Domínguez G., exdirector de Colprensa.

 

En el municipio de El Retiro, en el oriente antioqueño, bajo un árbol caunce (Godoya antioquiensis, en vías de extinción)  fueron “sembradas” las cenizas del profesor Antonio Panesso Robledo, el célebre Pangloss, quien también perteneció a una exótica  especie: la de quienes utilizaron el periodismo como cátedra.

 

Junto al endémico árbol de hojas nuevas y limpias, sus familiares depositaron también sus gafas,  su otro yo. También habría clasificado para el viaje eterno su vieja Remington desde la que empezó a ejercer su periodismo político y cultural.

 

“Regamos un whisky en la raíz para que estuviera conversador y satisfecho en su reposo definitivo”, narró su sobrino, el escritor y periodista Jaime Jaramillo Panesso, ducho en temas de paz.

 

Que no falten bambucos de Obdulio y Julián, como Dolor sin nombre y Dulce amor mío. El cantor y guitarrista Gonzalo Arias, ebanista como don Alejandro, su padre, acompañó al exclusivo cortejo en la interpretación de tangos como Melodía de arrabal, Por una cabeza, Soledad.

 

“Dicen que te has ido, pero desconozco el mapa del camino que lleva a que siempre estés entre nosotros como algo que fluye en el aire”, escribió su sobrina Marta Elena en sus Palabras finales para un comienzo.

 

El profesor Panesso Robledo (Sonsón, Antioquia, enero 6 de 1918), el Negro, como le decía su entorno, se volvió eternidad a los 93 años. Vivió de una vez todas sus vidas.

Dominaba o traducía, aparte del antioqueño de Gregorio Gutiérrez González: francés, inglés, portugués, italiano, hebreo (fue embajador en Israel), griego y latín.

 

Lo supo todo, como el omnisapiente Google. Como no era escaparate de nadie, nada se guardó. Compartió sus conocimientos, una forma de alcanzar la inmortalidad, de acuerdo con el postulado del dalái lama.

 

“Antonio Panesso estudió para ser maestro –profesión que ejerció toda la vida– en la Normal Nacional y luego perfeccionó su filológico talento en Londres y París”, escribió Jaime Jaramillo.

 

Al final de sus columnas en El Espectador solía preguntar, con Shakespeare: “¿Qué hay en un nombre?”.

Detrás de Antonio Panesso, quien vivió gran parte de su vida en Bogotá, estaban Shaw, Chesterton, Wilde. “Pero Voltaire tuvo que ver mucho en mi estilo y en el modo de tratar las cosas, aunque él no fue propiamente periodista, pero fue el más periodista de los escritores de la Revolución”, le contó a la periodista Ana Cristina Restrepo.

Dadme una duda y moveré el mundo, podría haber sido la divisa de  Pangloss que tomó su seudónimo de la novela Cándido, de Voltaire.

 

Además del “impío” Voltaire, como decían en los púlpitos, Panesso se dejó influenciar también por Quevedo y Villegas, Ortega y Gasset. Con ellos pulió su demoledor humor negro mezclado con gotas de sarcasmo y erudición sin estridencias.

 

Su estilo y su pensamiento que no pedía permiso para decir verdades, provocaron la ira de sotanas paisas que pedían semanalmente  la excomunión del librepensador, terminacho con el que pretendían degradarlo.

 

Aplicando el espejo retrovisor de la memoria lo vemos en  plena actuación en programas como Los  catedráticos informan, al lado de otras enciclopedias como Gonzalo González, GOG, Otto de Greiff y Joaquín Pérez Villa.  O en Veinte mil pesos por su respuesta.

 

El filólogo de gafas gruesas, avaro de sonrisa, aprendía para todos, insistió cuando lo llamaron a felicitarlo por el premio Simón Bolívar que le otorgaron por su vida, obra y milagros.

En su siempre docta y bien cuidada prosa, escribió para El Correo y La Defensa, de Medellín, en los que abrió plaza el irreverente profesor. Fue subdirector de El Tiempo, llamado por su dueño, Eduardo Santos. Emigró pronto por incompatibilidad de caracteres.

 

Su columna en El Espectador, que escribió durante años por encargo de don Gabriel Cano, era un concierto diario del mejor decir. Conocía tanto el idioma, su herramienta,  que invitaba a salirse del libreto y a no temerles a las palabras nuevas.

 

Sus críticos lo consideraban la contraria del pueblo, pero lo que sucede es que  Panesso no estaba hecho para coincidir. Discrepaba y después existía. Daba la sensación de un lúcido rebelde con causa y sin ella. Perteneció a la cofradía de los que no tragaban entero.

 

“Antoñitos como Antoñito Panesso solo hay uno; cuando las enciclopedias lo ven, se les ruborizan todas las páginas, avergonzadas de su ignorancia”, escribió Lucas Caballero Calderón, Klim, otro que sabía dónde ponen las garzas del buen escribir.

 

Al final de su viaje a Ítaca, como Borges, estuvo privado de la luz. Dios le dio al mismo tiempo los libros y la noche, como decía el memorioso de Buenos Aires.

Feliz eternidad, profesor.

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