
En el mundo del mercadeo, con alguna frecuencia no deseada, oigo decir que la novedad no prosperó porque las investigaciones estuvieron mal hechas. Hagamos claridad. La condición humana, proclive al error por abundantes causas, es amante de la autoconmiseración; para nuestros errores siempre tenemos, a flor de labio, la excusa amañada con la que buscamos exculparnos de ellos. Tarea fácil gracias a nuestra fértil imaginación, pero falaz y suicida.
Los investigadores hacen su trabajo, con entusiasmo y rectitud profesionales, según objetivos que les hemos trazado, y presentan unos resultados que analizan de acuerdo con sus prácticas en el ramo y su discernimiento sobre la materia.
Es, entonces, cuando el terreno se fractura y los proyectos caen en el abismo del fracaso. La investigación es, apenas, una herramienta de primera necesidad que nos ayuda a tomar decisiones correctas. A veces, los mercadotécnicos no profundizan en esos análisis que presenta el investigador, según sus propias prácticas y los mejores conocimientos que tienen del plan, a la luz de sus irremplazables experiencias y de sus invaluables conocimientos; por temor al riesgo y, de vez en cuando, por pereza mental, se atienen únicamente a lo dicho por los investigadores en sus reflexiones sobre el tema incumbente; o a lo aparente, sin hacer esfuerzo alguno por ahondar en el asunto; acuden al camino trillado; son pusilánimes ante los pequeños y grandes retos, timoratos en el momento de adoptar resoluciones valiosas y valerosas.
Sir Winston Churchill, el gran viejo, alguna vez dijo que quien intentara hacer algo, podía fracasar; pero quien ni siquiera lo intentara, ya había fracasado.
Como dice el sabio vulgo, la fiebre no está en las sábanas. El error radica en que, como responsables del futuro de la empresa, nos atenemos a lo conocido, no nos atrevemos a penetrar en la oscuridad de lo nuevo, bien equipados con la luz de nuestra tenacidad, de nuestras reflexiones, de nuestros juiciosos análisis, hechos con la prontitud que la globalización exige; de nuestros conocimientos profesionales, de nuestro olfato como expertos en el asunto. Es decir: no tenemos espíritu innovador.
Innovar no es arrojarnos al abismo, a cuerpo limpio, para ver si salimos vivos de la caída; no es tirarnos al paso del tren, para averiguar si somos más resistentes que la locomotora.
Innovar es reflexionar hacia lo profundo, con gran agilidad; lanzarnos hacia la geografía compleja de lo nuevo, armados con los eficaces recursos de la inteligencia, del saber, sin prejuicios a bordo, despojados de mohosos convencionalismos, protegidos por los resultados de oportunas investigaciones y sujetando una bien provista cartera de planes alternativos que nos permitan sortear, con total solvencia, los naturales y frecuentes tropiezos que toda innovación lleva, ínsitos, en su frágil pero esencial estructura.
Sí; la innovación no es fruto de generación espontánea. Requiere inteligencia despierta, estudios bien orientados y pulcramente ejecutados, amplia y sólida capacidad de análisis, ánimo aguerrido y amplitud de criterio.
Cristóbal Colón fue un innovador que se topó la gloria porque la estaba buscando y, para su época, tenía buenos fundamentos para hallarla. Pero tenía algo más. Ustedes saben qué: la virtud del análisis y el ánimo emprendedor.
Buen viento… ¡y buena mar!
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