
Espulgando papeles, recortes de prensa y documentos de los últimos diez años, me encontré con dos escritos que ilustran de manera clara y patética la situación que vivía Colombia en el año 2002. Ambos escritos se publicaron en el mes de mayo de ese año, unas pocas semanas antes de las elecciones presidenciales en las que triunfó Álvaro Uribe Vélez.
Quiero referirme primero al artículo de la revista Semana de mayo 6 del 2002 titulado “Bomba de tiempo” y en cuyo encabezamiento se lee: “Semana presenta casos de la vida real que ilustran el país que heredará el próximo Presidente”.
Me limito a transcribir un par de párrafos que son suficientes para recordarnos el padecimiento de nuestra patria hace menos de una década: “En Colombia, el año pasado, murieron 3.685 hombres, mujeres y niños civiles por causa del conflicto armado; fueron más que todos los inocentes caídos el 11 de Septiembre” (el artículo se refiere al atentado a las torres gemelas en Nueva York). “Es otra catástrofe humanitaria, peor si se quiere, porque no solo hubo muertos. En el mismo 2001 fueron desplazados a la fuerza 190.454 campesinos, asesinados 160 sindicalistas, acallados a bala 10 periodistas, secuestradas 3.041 personas y desaparecidas 259. Solo que este drama ocurre gota a gota, cada día, en pueblos aislados. Pero precisamente porque es fragmentado pocas veces se ve en toda su magnitud; pasa por debajo del radar de la indignación”
“En varias categorías mundiales de problemas humanitarios Colombia sale mal librada: registra el mayor índice de secuestros del mundo; fuera de los conflictos africanos éste es uno de los países con más niños reclutados en las filas armadas; tiene una población indigente –que crece cada año– superior al promedio de los países latinoamericanos y a la de El Salvador y República Dominicana; sus muertos fuera de combate equivalen a los que fallecen en guerras de alta intensidad y en los últimos cuatro años se han desplazado más personas por el conflicto que en los diez años de la guerra centroamericana. Los efectos de esta situación no se suman, se multiplican.”
Presenciábamos entonces una situación de orden público que era un verdadero desastre; la mayor parte del territorio nacional se encontraba en poder de la guerrilla y de grupos paramilitares y organizaciones criminales todos ellos penetrados hasta los tuétanos por el poder del narcotráfico; los ataques a la fuerza pública y las matanzas de civiles eran noticia de todas las semanas; la inseguridad en las carreteras era permanente y la extorsión y el secuestro constituían el pan de cada día. El país vivía un estado de zozobra permanente y cada vez más atenazado por los grupos terroristas. En la gente se palpaba un ánimo de derrota y un sentimiento de abandono por parte del Estado.
En el campo económico, la situación no era menos delicada. El ingreso per cápita de los hogares había retrocedido al mismo nivel del año 1992 y la inversión per cápita de las empresas había descendido a menos de la mitad de las cifras registradas diez años atrás y el país perdió el grado de inversión de su deuda, de tal manera que se hizo mucho más difícil y costoso el acceso a los mercados internacionales de capital.
Seguramente este cuadro dramático motivó al destacado empresario y distinguido colombiano, don Hernán Echavarría Olózoga, a publicar en mayo del año 2002 una conferencia que había dictado en 1992 y que tituló “En qué momento se atascó Colombia”. El prólogo comienza con un párrafo que es suficiente para corroborar lo que venimos diciendo: “Se repite, sin ningún cambio, la publicación de esta conferencia dictada HACE DIEZ AÑOS, porque la economía colombiana en vez de avanzar ha retrocedido durante la última década”.
Desafortunadamente, parecería que la mayoría de los colombianos ya no se acuerda de lo que fue aquella época aciaga y desventurada que nos colocó en el concierto de las naciones dentro del nada honroso grupo de los Estados fallidos. Y estábamos ahí, porque habíamos perdido el control del orden público en la mayor parte del territorio nacional, acompañado de un alto grado de descomposición social, patente en los altísimos índices de asesinatos, secuestros, extorsiones, matanzas y como consecuencia de todo ello un pobrísimo desempeño económico.
Pues bien, el Gobierno de Álvaro Uribe logró rescatar al país de ese abismo al que había caído, para entregarle, ocho años después, a la actual administración del Presidente Juan Manuel Santos, un país transformado y con sus gentes respirando otra vez optimismo, confianza y esperanza.
Estos inmensos logros se cimentaron en la política de seguridad democrática, implantada y defendida con verdadero tesón y coraje por Álvaro Uribe, política que se convirtió en un verdadero propósito nacional, con un entusiasta apoyo y respaldo del pueblo colombiano.
Los grupos guerrilleros recibieron demoledores golpes, los grupos paramilitares fueron desarticulados y se rescataron las dos terceras partes del país que estaban en manos de esos terroristas. La confianza volvió a resurgir y con ella el buen comportamiento de la economía, cuyos principales índices mostraban en el año 2010 cifras muy positivas, con cuantiosas sumas de inversión nacional y especialmente extranjera; hace algunos meses se restableció de nuevo el grado de inversión para el país y ahora fue posible poner en funcionamiento el TLC con los Estados Unidos, cuyas negociaciones se definieron y concretaron durante el Gobierno de Uribe. El país ya no solo había salido de la lista de Estados fallidos, sino que “Colombia se convirtió en modelo internacional”, según palabras de Larry Summers, Secretario del Tesoro del Presidente Clinton, pronunciadas en la visita que hizo al país a comienzos de octubre del presente año.
No pocos ingenuos piensan que la transformación del país fue algo que surgió de manera espontánea, tal como lo pensaba el Presidente Murillo Toro hace 140 años. A él se refiere Hernán Echavarría en la conferencia que aquí mencionamos, con las siguientes palabras: “Muchos son los que todavía creen, como creía Murillo Toro, que el progreso vendría espontáneamente y que las cosas brotarían del suelo como las margaritas en el campo cuando llueve. Creen que el progreso y el alto nivel de vida vendrán porque sí, sin necesidad de ningún esfuerzo. Muchos creen que otra nueva y perentoria disposición en la Constitución lo conseguirá”.
Inmenso reto el del actual Gobierno para que todos estos logros no se vayan a malograr. Sin una política de seguridad democrática que funcione, todo lo que se ha conseguido se viene a pique.
Desafortunadamente, desde los primeros meses de la actual administración la seguridad democrática comenzó a agrietarse. Ya en el pasado mes de febrero, la encuesta elaborada por la firma Gallup mostraba que más de un 64% de las personas encuestadas veían deteriorada la situación de orden público y el ambiente de paz y este proceso se ha seguido acentuando en los meses siguientes.
Tiene razón María Isabel Rueda, cuando en el artículo del día 25 de septiembre, publicado en el diario El Tiempo, afirma: “No hay nada concreto para restablecer la seguridad democrática”.
En los meses que han corrido durante este segundo año del Gobierno de Santos, la situación es aún menos afortunada, porque al mismo tiempo que se desdibuja la seguridad democrática, se acentúan las protestas y va creciendo la ola de las movilizaciones, paros, marchas estudiantiles, huelgas, bloqueos y actos vandálicos como los protagonizados en Puerto Gaitán y en las instalaciones de la empresa petrolera Pacific Rubiales, hasta el punto de pensar en suspender la explotación de ese pozo por la falta de garantías para la seguridad de sus trabajadores y de la empresa misma.
Sin un cambio de rumbo, el desconcierto se irá generalizando, el clima social será cada vez más convulsionado y las marchas y protestas ganarán en intensidad a lo largo y ancho del país. Con preocupación se nota que el Gobierno se quedó sin un claro propósito nacional, capaz de convocar a los colombianos a su alrededor. ¿Será que estamos condenados otra vez a marchar cuesta abajo?
