
“Su genuina vocación por las causas sociales lo llevó a creer con firmeza que la función pública y la política tienen sentido cuando se ejercen desde una postura ética que logre el balance preciso en la convergencia de intereses disímiles para encontrar caminos de reconciliación y de prosperidad”. El pasado 16 de junio, durante las honras fúnebres celebradas en la Catedral Primada de Bogotá, esa frase hizo parte de las palabras pronunciadas por Guillermo Fernández de Soto, diplomático y político, quien despidió a un colombiano eminente que también fue su amigo.
Augusto era un hombre de valores y de principios. Descendiente de una estirpe de colombianos forjados en la moral del trabajo. Su mente lúcida e iluminada, como su carácter, tenía además el poder arrollador de la palabra que la naturaleza solo otorga a los hombres con sentido de la historia.
De su grandeza se nutrieron su familia y sus amigos. Pero también las instituciones, los partidos políticos, las organizaciones sociales, los organismos internacionales y la comunidad académica. Tengo la íntima convicción de que él era un microcosmos personal de la unidad nacional a la que nos ha convocado, con tanta pertinencia en este momento, el presidente Juan Manuel Santos.
Augusto Ramírez-Ocampo fue un ser excepcional. Tuvo hasta su último aliento una existencia vital. Le entregó a Colombia lo mejor de sus virtudes. Así lo demostró como ministro delegatario, encargado de las funciones presidenciales; como miembro de la Asamblea Nacional Constituyente; e integrante de la Comisión de Conciliación Nacional. El país lo colmó de responsabilidades y de honores.
Estudioso de los temas nacionales e internacionales, estuvo dispuesto a proyectarse desde el ámbito local hasta el global, con la naturalidad del estadista que siempre fue.
Desde muy joven fue un hombre de temple y un orador fogoso. Y así se hizo visible en su paso por la vida política. No creo cometer una exageración si señalo que la creación del movimiento de la “C azul”, en compañía de otros ilustres compatriotas, aunque en su momento rayaba en la ingenuidad y el idealismo, marcó un cambio en la forma de hacer política en Colombia.
Su paso por la Alcaldía de Bogotá va a ser recordado por la creación de la ciclovía. Pero en justicia también valdría la pena rememorar que durante su administración se inauguró la planta del acueducto de Chingaza, que todavía nutre de agua a la ciudad, y se iniciaron las obras de la avenida circunvalar, en ese momento llena de polémicas, pero que hoy se ha convertido en una arteria esencial del Distrito Capital.
Su obsesión hasta nuestro último encuentro, el viernes pasado, fue la paz de Colombia, y con ella el respeto a la democracia; el apego al estado de derecho, a la colaboración armónica entre los poderes del Estado, al pluralismo intelectual y a la protección de los derechos humanos. La vida de Augusto Ramírez-Ocampo fue, en esencia, un proyecto de paz.
Su legado trascenderá en el tiempo, porque sus ideas y realizaciones fueron rigurosas y ejemplares, reflejo fiel de la generosidad de su espíritu, rasgo que lo distinguió de manera contundente y que le permitió comprender en forma integral y visionaria el mundo de hoy.
Fue un amante de la integración latinoamericana desde los inicios de la ALALC. Augusto participó en las primeras delegaciones de Colombia en los años sesenta ante ese organismo y fue el gran promotor en la Asamblea Constituyente de la aspiración del país a la creación de una comunidad latinoamericana de naciones.
La huella dejada por su Cancillería en el gobierno del presidente Belisario Betancur, contribuyó a consolidar principios que hoy deberían ser indeclinables en la política exterior colombiana: la construcción de un sólido consenso interno alrededor de la defensa de los intereses nacionales; la presencia activa del país en los espacios multilaterales; las aproximaciones innovadoras con países estratégicos; la práctica de la buena vecindad, que hoy adquiere renovada importancia; así como la opción por la cooperación activa y no por la confrontación estéril.
A lo largo de la impresionante trayectoria de Augusto, tuvimos coincidencias en el enfoque fundamental de la política exterior colombiana: la obligación de “mirar al universo”, “mirar al conjunto”, sin perder nunca de vista la grandeza de miras que exige en todo momento la firme renuncia a veleidades parroquiales.
En este contexto, debe destacarse el aporte de su Ministerio a la paz en Centroamérica, en el escenario del Grupo de Contadora, donde nuestro país tuvo un papel decisivo. Este proceso habría de completarse posteriormente con su paso por el PNUD como director para América Latina y luego en su condición de representante del secretario de Naciones Unidas en El Salvador.
Fue gran defensor de la Constitución del 91 como marco propicio para la reconciliación nacional y, en particular, mentor del capítulo sobre los derechos, las garantías y los deberes.
En los últimos años se destacó en el ámbito académico como director del Instituto de Derechos Humanos y de Relaciones Internacionales de la Universidad Javeriana.
Ruego me dispensen por hacer una referencia personal, pero creo que hoy esta es obligatoria. Augusto fue como un padre para mí. Creyó en mí desde mis años de juventud. Me nombró su vicecanciller. El haber tenido oportunidad de estar cerca de él en hitos claves de la diplomacia colombiana y latinoamericana –debo decirlo con satisfacción personal– fue una realidad que cambió profundamente mi existencia. En estos últimos treinta años he podido transitar por su camino, el mismo que él seguirá trazando desde sus enseñanzas, que se quedan con nosotros.
Mis palabras finales son para resaltar a quienes fueron el sentido último de su existencia. Elsa Kopel, su esposa, quien lo acompañó en todas sus iniciativas, con la solidaridad propia de una mujer de sus calidades humanas y de su enorme capacidad de emprendimiento alrededor de las demandas ciudadanas. Sus hijos Augusto y Adriana, Felipe, Mauricio, Elsa y Federico, hoy profesionales exitosos y herederos de un legado imperecedero. Así como sus 14 nietos, que eran su adoración.
Vamos a extrañar su carácter y su temple, pero al mismo tiempo su talante afectuoso, su don del ejemplo y del consejo, pero sobre todo, su humanismo católico, lleno de ecumenismo y más allá de todo sectarismo. Le doy gracias a Dios por habernos bendecido con la vida de Augusto.
Su amistad es para mí una huella indeleble. Por eso, tengo la certeza de que nuestro diálogo ha quedado en suspenso…