Somos arquitectos de nuestra vida. Son más las circunstancias que aparecen en ella para llamar nuestra atención, que las circunstancias fortuitas que pueden modificarla, y sin embargo, aunque tenemos los ojos abiertos no las vemos y seguimos buscando la felicidad que de repente ya tenemos. Pedro Medina, emprendedor social, lídera YO Creo en Colombia.
El lunes 13 de marzo de 1995 fue uno de esos días en los que todo le sale a uno mal. Tuve una mañana congestionada, llena de contratiempos, a la que le seguiría un viaje agendado a Venezuela para las dos de la tarde. Salí de mi oficina con afán rumbo al aeropuerto, y me di cuenta de que se me había quedado el material del curso que iba a dictar en el hermano país. Eran 21 los jóvenes valientes y arriesgados que habían aceptado mi invitación y me esperaban para ser los fundadores de McDonald´s, merecían un buen curso. Me devolví por el material.
La época era intensa. Entrábamos al conteo final. En menos de cien días abriríamos el primer restaurante McDonald´s en Colombia. Nuestro país era el último mercado virgen en el hemisferio occidental para McDonald´s, con características demográficas y económicas muy interesantes. Había mucha expectativa. Ya equipos de argentinos, brasileros, chilenos, puertorriqueños, estadounidenses y venezolanos se estaban preparando para viajar y darnos una mano en la apertura. El primer punto de venta estaba en construcción y el segundo en negociación.
Llegué al aeropuerto. Corriendo miré el reloj, faltaban 40 minutos para el vuelo. Una larga fila me antecedía. Al llegar al mostrador, me informaron que mi vuelo estaba retrasado y no sabían a qué hora saldría. Sin embargo, me pidieron que fuera de inmediato a la sala de espera.
Esperamos y esperamos. La aerolínea era la vieja Avianca que a veces no daba información. Alrededor de las cuatro de la tarde nos pidieron que abordáramos y ya en el interior del avión me percaté de que mi silla no existía, había sido reemplazada por un baño. Al darme cuenta de que nos habían cambiado de avión pero no de pasabordos, le pregunté a la azafata si me podía sentar en otro lado y ella amablemente me respondió que sí. Después de un rato llegó un señor con el mismo problema, yo le dije: “Siéntese aquí al lado que una azafata me autorizó”. Minutos después un auxiliar de vuelo pasó por el pasillo y mi compañero de vuelo y de conversación le comentó: “Señor, mi silla no existe; ¿puedo sentarme aquí?” Con tono hosco, el personaje respondió: “No, le toca esperarse”. Y mi compañero comentó en voz baja: “Por eso es que Avianca está como está”. El auxiliar de vuelo escuchó y dijo: “¡Sí, porque tenemos malos clientes!”.
Este comentario “me sacó la piedra”. Recuerdo pensar en ese momento que esto no lo podía dejar pasar, que si bien no iba a discutir con el personaje sí debía poner la queja al comandante. Yo llevaba nueve meses de entrenamiento en servicio con McDonald´s y había aprendido que las cosas a veces no mejoran porque la gente no se queja. Me paré y caminé hacia la cabina del piloto. Me encontré con el supervisor del avión quien estaba cerrando la puerta de la nave y me preguntó si se me ofrecía algo. Yo le relaté lo que había pasado y bajo la influencia de mi alterado estado emocional le dije: “Ustedes son la aerolínea bandera de Colombia, ustedes representan todo un país. Este es un vuelo internacional. ¿Cómo es posible que ocurra esto?”. El supervisor me respondió: “Señor, tiene toda la razón; ¿en qué silla se encuentra?, permítame termino de cerrar la puerta y enseguida le tomo su queja”. Regresé a mi silla y justo antes de sentarme, sentí un dolor agudo en el lado izquierdo de mi cabeza. Pasé de sentir hambre a sentir rebote, de tener calor a sentir frío intenso. Presioné desesperadamente el timbre de llamado. La azafata se me acercó y al percatarse de mi estado llamó al supervisor quien me dijo que iba a pedirle al comandante que detuviera el avión, que para ese momento ya estaba carreteando sobre la pista, y que llamarían a los paramédicos puesto que dentro del avión no estaban equipados para atender emergencias médicas. Yo me negué, argumentando: “¡Tengo que ir a dar un curso en Caracas; por favor tráigame dos cobijas y dos aspirinas. Voy a estar bien!”.
Me entregaron las cobijas y me informaron que por normas de la FAA no me podían dar las aspirinas. Durante el vuelo mi estado empeoró. Después de mis dos episodios de vómito me pusieron oxígeno. Y al verme tan mal, me dieron las aspirinas.
Cuando aterrizamos en Caracas, mi compañero de vuelo se ofreció para llevar mi maleta y me negué pues después de las arcadas me sentía mejor. Minutos después, sentí náuseas nuevamente y alcancé a llegar al baño. A la salida, un señor se me acercó y me ofreció su ayuda, con el argumento de que él venía en el avión y había visto lo que me pasaba. Me acompañó a tomar un taxi, y luego a la clínica, estuvo conmigo toda la noche mientras me revisaban. Incluso me acompañó hasta donde estaba la gente de McDonald´s. Este samaritano fue un ángel que se me apareció. Conversé un rato con mi gente de McDonald´s y les comenté que me dolía mucho la cabeza. Me ofrecieron otras dos aspirinas.
Al día siguiente, de regreso en Bogotá, el doctor Jaime Toro me diagnosticó un aneurisma. Nunca había escuchado ese término. Él lo dibujó y me explicó que al haberse reventado el aneurisma, yo tenía un derrame. Cuando mencionó esa palabra, yo le dije: “Doctor Toro, no puede ser… ¡Yo tengo dos hijos, tengo 35 años, estoy muy joven, tengo un proyecto empresarial ..!”.
A los cinco días, un cirujano con el caucho de la cobertura de la cabeza marcado en la frente salió de la sala de cirugía después de ocho horas de intervención y mi madre le preguntó: “Doctor, ¿como está Pedro?”. Él respondió: “Vivo”.
Tres meses después inauguramos el McDonald´s del Centro Andino y durante un mes tuvimos una fila de más de una cuadra. Decidimos meterles el acelerador a las aperturas de nuevos puntos y en los primeros doce meses abrimos diez restaurantes. Es la apertura más rápida que había hecho McDonald´s en alguna parte del mundo hasta ese momento.
Así empecé una carrera a la carrera de siete años con McDonald´s.
Hace unas semanas, en la celebración de los cincuenta años del Colegio San Carlos, se me apareció un personaje. Me saludó muy amablemente. Ante mi expresión, me dijo: “Usted no me reconoce, ¿cierto?”. Yo admití que no. Jaime Hernández me recordó que él me había ayudado esa noche de marzo de 1995 en Caracas, él era el samaritano. Lo invité a cenar a mi casa con su novia y desde entonces he estado reflexionando sobre esta experiencia y ordeñándole todas las enseñanzas posibles.
Hoy, diez y seis años después, quiero compartirlas con los lectores de esta crónica en forma de decálogo (ver recuadro).
A partir de estas reflexiones, soy consciente de que ya me levanté; que el llamado a despertar surtió efecto. Ahora, puedo ayudar a despertar a otros.
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