Asociación Nacional de Anunciantes de Colombia
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Bogotá, Colombia

POR QUÉ NO LLEGUÉ A GABO

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Cuando tenía 13 años me caí del palo mayor del parque de San Nicolás, al que me había subido a rescatar el gato de Olga García, la mujer de mis sueños húmedos, también de 13, quien vivía en el pent-house del edificio del Sindicato Ferroviario del Pacífico, en la Cali de mis dolores. Logré atrapar al felino, por lo que me gané el primer beso, pero del golpe en el coco no me repongo. Y así lleve 50 años martillando las teclas, son muy frágiles los triunfos acumulados. Uno es el que ustedes me sostengan leyéndome. Pero estoy seguro de que si me sueltan vuelvo a caerme.


 

 

R44P23G02Perdí la memoria en un 80% –lo cual no era tan grave pues hasta entonces nada memorable había hecho–, el respeto por la naturaleza, el equilibrio al borde de un abismo o de un puente, el discernimiento entre fealdad y belleza, la capacidad de concentración, el don de la malicia y el poder de convicción con el sexo opuesto.

 

Mis facultades mentales se redujeron a elementales. A pesar de tantas limitaciones, ensayé presentarme ante el mundo como poeta.

 

Para ello mi padre me confeccionó un traje de fino lino, me regaló una corbata Beau Brummel y me puso frente a un libro de Campoamor. Me sentaba a escribir en su máquina de coser y los versos me resultaban bien cortados y bien hilados. Pero como no eran mi fuerte ni mi tema el amor ni el campo, nunca pude cultivar y muchos menos cosechar  un lector. Amén de la poesía, que era un antifaz pretencioso, me orienté, a través de la filosofía, a la sofística. “Todos los poetas son santos. Yo soy un santo. Luego no necesito ser un poeta.”  “A duras penas pienso, luego a duras penas existo.”

 

Para acabar de sofisticarme me apunté a la expresión periodística, por la que nadie daba un centavo cuando comencé, y ni siquiera ahora con la caída del dólar. En vez de redondear una noticia terminaba enunciando un principio, tipo “la culpa de todo la tuvo la cebolla.” “Te veo mal”, terminó por decirme mi padre cuando expiraba.

 

En un reciente homenaje que me hicieron los papas del Festival Internacional de Poesía de Medellín, dijeron que la poesía tenía que ser muy grande para que Jotamario cupiera en ella. Ante tan remota carga de elogio, sentí que se me caía el traje del emperador de la poesía que tan bien sentía que lucía, y que quedaba en las puras bolas. Lo que venía a ser lo mismo.

 

Menos mal que no requerí del esquivo centavo extraído a la poesía, porque me empeñé como genio de la palabra en la  poderosa arcadia publicitaria. Al ingresar en ella, por haberme ganado ya ni sé cómo un caudaloso premio de poesía de oveja negra, me dijeron que había traicionado la causa y que ya no podría decir como Gabo que nunca había ganado un centavo que no fuera con la máquina de escribir. “¿Y es que acaso yo hago los eslóganes con el culo?” Fue lo único que atiné a responder a mis acosadores gratuitos.

 

En el Anca 19, por los 80, el poeta Mario Rivero me había advertido con sus ojeras: “Convénzase, Jotica, de que ya no fuimos Joyce, ni Pound, ni Eliot, y ni siquiera Gabito”. Ahora que García Márquez alcanzó una apoteosis apenas comparable a los funerales de la mamá grande, mis hijos se me quedan mirando como diciendo “¿y tú qué?”

También durante medio siglo de escritor público así sea privado de genio, me he sentado a las teclas por lo menos seis horas diarias y con los mismos dos dedos de Gabo. Para nada, como lo asumí desde siempre. Hallo la diferencia en que mientras Gabo piensa en hacer feliz al lector, yo no paro de pensar en hacerme feliz a mí mismo. O sea, que lo que en él es amor puro en mí es pura paja. La otra diferencia es que Gabo nunca sufrió en el occipital semejante porrazo. Antes mucha gracia.

 

Posdata: Eso hizo que también se me fuera cayendo el pelo. Pero, si no del fracaso literario, por lo menos del capilar estoy en franca recuperación. ¿Recobraré también la inteligencia perdida con menos dedos de frente? Confío en que Juan Pablo II me haga el milagro.

 

 

 

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