A pesar de lo mucho que se habla de esa durísima realidad, falta todavía un tratado suficiente sobre las ausencias. Hay una sensación de vacío, una como falta irreparable, una particular manera de ser que es la negación del ser, que no ha merecido todavía la obra cumbre de un filósofo. Y ello es explicable. Porque de buena o mala manera somos capaces de batirnos en intelectual duelo con las cosas que son en torno nuestro. Mucho más difícil, acaso sea imposible la tarea, es entendernos con la nada, con el abandono, con el olvido de la separación y de la muerte.
Esa incomodidad radical es la que me asalta al tratar de escribir sobre uno de los hombres más plenamente vitales que tuve la suerte de conocer. Es decir, de los más presentes, de los más reales, de los que copaban un mayor espacio de nuestra circunstancia. Salvador Otero era bueno para todo, ágil en cualquier pensamiento, insustituible en cualquier empresa, forzoso compañero de cualquiera iniciativa alta y comprometedora. Por eso su adiós es mucho más que un desprendimiento, es como una incoherencia de nuestro entorno, es como la sinrazón de las razones.
Salvador era bueno en lo que emprendiera. Era ilustrado en cualquier materia y acertado en cualquier juicio. Eso explica que fuera tantas cosas y en todas ellas que lo fuera de modo eximio o eminente.
Fue un gran abogado, mientras no llegara a la conclusión de que se traicionaba siéndolo. Como muchos de los buenos juristas colombianos, se declaró vencido por la mediocridad del ambiente, o por su mal interesada sustancia. Por eso se retiró de la abogacía, valga decir que de su ejercicio. Porque en él, como en el caso de Gilberto Alzate, lo de su vocación era irrenunciable. Tenía una irrevocable manera de ver la vida desde las orillas hermosas, y siempre lejanas, de la justicia. Supongo que le pasaron muchos años sin leer un código. Pero nunca le oí un concepto sobre la vida social que no contuviera una perfecta visión de lo jurídico. Era en esto también parecido, con vecinas razones, al doctor Álvaro Uribe Vélez.
Muy de cerca lo tuve en comunes afanes como banquero. Otra faceta maravillosa de su personalidad. Directo en la comprensión de los problemas, prudente para proponerlos, resuelto cuando estaba seguro de una decisión. No es fácil ese oficio. Aquello de mantener un conveniente régimen de pesimismo, solo porque de la noche a la mañana se trabaja frente a desbordados optimismos, puede llevar al escepticismo enfermizo, a la conformidad con el uso o a la ingenuidad peligrosa. Salvador conservaba la calma en sus juicios, la correcta visión del hombre que aspira a que otro le entregue dinero, la comprensión clarividente de la realidad dentro de la cual el deudor y la deuda debían desenvolverse. No recuerdo una sola equivocación de Salvador en la comprensión de estos fenómenos azarosos. Siempre tuvo la razón. Con el agregado de que solía tenerla antes que los demás.
Todos sabemos de sus éxitos como comerciante, como industrial y como agricultor. Pero lo sustantivo es que en cada cosa ponía entera su alma. Salvador era, sobre todo, una fuente inagotable de convicción y de entusiasmo. Tomada una decisión, resuelto un camino, nada lo arredraba, ante nada se detenía, nada le hacía perder la fe en lo que ponía el corazón, digo mejor, el alma.
Hombre de tantos atributos no podía faltar en el escenario de la política. Con ello no quiero decir que tuviera pasión por la burocracia ni apetito de poder. Lo suyo era mejor. Participar sin ambiciones ni ostentaciones en los grandes temas de la patria, que era lo que más amaba, o mejor, aquel poderoso continente en lo que ponía todas las cosas que merecían ser amadas: la libertad, el progreso, la justicia, la mujer, los amigos. Nunca olvidaré esas deliciosas pláticas en el Instituto de Ciencia Política, donde no quedaba cerrada ninguna discusión, ni despachado ningún tema, mientras Salvador no hubiera dicho su palabra. Que no aspiraba a ser la última. Le bastaba, y todos lo sabíamos, con que fuera la mejor.
Era un batallador, que tenía el raro don de librar todos los combates sin causar heridas inútiles y sin inmutarse ante los dardos que pudieran llegarle, no importando lo envenenados que estuvieran. Era un consejero sin el menor interés en sacar dividendos de sus consejos. Era sensible sin claudicaciones y era valeroso sin aspavientos. En una palabra, diría, recordando a Kipling, que era todo un hombre.
Quienes tuvimos el inapreciable don de su amistad, nunca nos acostumbraremos a su ausencia. Sobre todo, por esa extraña, maravillosa, única manera que tenía de estar presente.