Asociación Nacional de Anunciantes de Colombia
Calle 98 # 9 - 03 Oficina 606
Bogotá, Colombia

De Berruecos a Soacha ¡Galán!

r40p40g1

“…Expreso mi solidaridad a los jueces de Colombia que se hallan especialmente amenazados por la barbarie… Todos tenemos que afrontar con entereza el peligro que amenaza a Colombia y no desmayar en la defensa de la sociedad… Ningún ciudadano puede ser un simple espectador de la lucha de las autoridades contra la violencia porque los jueces y los policías luchan en nombre de todos y sus sacrificios hacen más grande el deber de respaldarlos y colaborarles en sus heroicas responsabilidades, de las cuales depende la supervivencia del Estado”*. Luis Carlos Galán. Agosto 18 de 1989 . Por Fernando Sanz Manrique, encargado de las Relaciones Internacionales en el Nuevo Liberalismo. En 1989 era miembro de la Junta del Acuerdo de Cartagena en Lima.

 

“ La víspera de su asesinato y como
ya sabía que lo iban a matar
el mariscal Antonio José de Sucre
dedicó la duermevela inquieta
de la última noche de su vida de vértigo a recordar la gloria alcanzada,
siempre pasajera, y la perfidia,
esa sí constante,…”
“…Sucre recordó las advertencias
de doña María Manuela, la madre
de los Mosquera y su anfitriona en
Popayán, ay Mariscal, no siga para Pasto que me lo van a matar, y
él qué calabazas, mi señora, lo que
ha de suceder escrito está…”
(El Mariscal que vivió de prisa,
Mauricio Vargas Linares)


El jueves 11 de agosto de 1989, desde Lima, Perú, logré localizar a Luis Carlos Galán en la ciudad de Caracas donde había tenido una estadía relativamente extensa y tremendamente exitosa ante la opinión pública venezolana, con decenas de entrevistas por televisión, radio, periódicos, conferencias, y demás formas de contacto con las gentes que lo admiraron y le tomaron un afecto mayor que a muchos personajes locales con largas trayectorias en la política y mención constante en los medios caraqueños. Seis meses después y un año posterior aún, encontré un recuerdo cariñoso y nostálgico en los choferes de taxi, camareras de los hoteles, portamaletas en el aeropuerto, es decir, en gente del común, de quien les mostró que la política se podía hacer con limpieza y honestidad y que el futuro de los dos países podría ser brillante y fraterno, profundizando la integración que estaba en curso.


Ese 11 de agosto fue la última vez que hablé con él. El diálogo que sostuvimos se me quedó grabado:
—Luis Carlos, quédate en Caracas que el próximo jueves tendremos la Cumbre Política Andina para promover a la integración regional y  es un escenario ideal para ti.
—No puedo.
—Mira que te hicieron un atentado en Medellín y corres mucho peligro. ¡Quédate en Caracas unos días más!
—Me ha ido demasiado bien en este viaje en Venezuela. No quiero hacerles sombra a los ex presidentes que van a venir. Estoy  en campaña en Colombia y mi deber está en no esconderme de la opinión pública y el deber del gobierno está en protegerme.


Este último diálogo con Luis Carlos lo muestra como fue: directo y contundente en sus opiniones; sencillo y ausente de pretensiones vanidosas; estricto cumplidor de lo que consideraba su deber; amante de su país hasta la insania; creyente en la necesidad y la vigencia del estado de derecho, lo que lo llevaba a confiar en que los demás cumplieran a su turno con sus responsabilidades. Es decir, confiado como Sucre lo fue. Del primer magnicidio de nuestra historia al último con Galán, la confianza de las víctimas creó los escenarios de la traición. Lo que no eliminó la angustia de saber que estaban en la mira de los asesinos. Angustia que los acompañó a ambos durante días y noches interminables. Galán aceptó el chaleco blindado. Sucre tuvo la ilusión de haberse adelantado a sus asesinos. Pero ¿qué otra alternativa real tuvieron tanto el uno como el otro? De un lado: ¡Luis Carlos no vayas! De otro: ¡Tenemos que asistir! La manifestación nos está esperando… Al fin y al cabo, el magnicidio ya había ocurrido en la eternidad. Sólo faltaba que sucediera en el tiempo. Unos pocos días más no harían mayor diferencia. “…y lo que sea menester, sea”.


No volvimos a hablar. Ocho días después en Caracas, en ese fatídico 18 de agosto, se inauguró la Cumbre Política anunciada. Después de la ceremonia de apertura en el Hotel Tamanaco, en la recepción posterior me encontré en una mesa coincidiendo con uno de los principales políticos colombianos y otros de diferentes países, cuando  llegó agitado uno de los delegados:

 

—¡Hirieron a Luis Carlos Galán!
De manera inevitable, uno de los personajes de la mesa, ya difunto, reaccionó sin poderse contener:
—¡Cómo! ¿Tan pronto?


Demasiadas personas en Colombia lo sabían. Es inconcebible que las cabezas de los organismos de inteligencia del Estado fueran las únicas que desconocían la inminencia del magnicidio y por lo tanto se sintieran autorizadas al descuido, a la desidia, a la improvisación, a mirar para cualquier otra parte, menos para Soacha. Si no hubo complicidad, al menos brilla una irresponsabilidad criminal absoluta en los errores deliberados o no, de las agencias del Estado colombiano en ese día.


Agosto 19 de 1989 en Bogotá. Del aeropuerto al Capitolio. Miles de personas  entristecidas, profundamente desorientadas, con rabia impotente ante los criminales. El desfile hacia el Cementerio Central. Miles de voces que intuían y rechazaban oscuros designios detrás de los asesinos: un coro en la multitud: “¡Los votos de Galán no serán para Durán! Muchos meses después, supe que políticos liberales, muy destacados y aparentemente neutrales, habían decidido que la consulta liberal favoreciera a Hernando Durán Dussán, para lo cual no dudo que estaban decididos  a utilizar todos los medios a su alcance para influir en esa consulta popular. Una vez neutralizado Galán con su reingreso formal en el liberalismo tradicional, ¿sería manipulable la Consulta del Partido  para obligarlo a posponer su aspiración presidencial?, ¿habría otros precandidatos, abiertos o no, para alargar la fila india liberal?


Por supuesto que la codicia por el poder era compartida por varios, creando escenarios sombríos y propicios a la traición política. Lo que llevó a que las almas de los aspirantes más ruines se ensuciaran aún más, adquiriendo el privilegio canalla de ser factor determinante en la realización del  asesinato cometido con total alevosía.


Por contera y como resultado marginal, las aspiraciones legítimas de Hernando Durán Dussán se ahogaron esa tarde en el Cementerio Central y en veinticuatro horas volvió a cambiar la historia de Colombia al aceptar César Gaviria las banderas de Galán. La Constitución de 1991 las reflejó suficientemente. Pero progresivamente y en lo que va corrido en el siglo XXI, se van distorsionando y cambiando por otras que son extrañas a nuestra tradición liberatoria y limitadora del poder del gobierno y  profundamente respetuosa del estado de derecho.


Atrás se quedaron esa tarde del Cementerio Central las ilusiones de cientos de miles de campesinos que en municipios y veredas escucharon a ese formidable comunicador que fue Galán. En sus visitas dividía en tres sus intervenciones: en la primera, y en pedagogía sencilla, les hablaba de los problemas nacionales vinculándolos en alguna forma a los intereses de su auditorio; en una segunda parte repasaba un detallado recuerdo del estado de cosas local encontrado en su visita anterior, y en tercer término registraba los avances  y retrocesos identificables en el momento, criticando severamente la abulia burocrática o reconociendo y estimulando las realizaciones positivas y proponiendo los ajustes y mejoras aconsejables. Su auditorio lo escuchaba lelo; comprendía a cabalidad lo que él decía . Su lenguaje claro era accesible tanto al campesino como a los sofisticados auditorios de los medios académicos o empresariales. En todas partes despertaba esperanzas, avivaba el sentir patriótico, nunca alentaba los odios, consolidaba el sentir fraterno de la nación.


Ante auditorios académicos o empresariales era igualmente claro pero mucho más contundente en sus análisis. La estructuración de sus programas la hizo a golpe de cincel, en debates con altura y profundidad que demostraban los quilates de su formación y cultura. Muchas horas le consagró Eduardo Santos, los viernes en la tarde, y en el periódico, para enseñarle en compañía de Daniel Samper y Enrique Santos la noble profesión del periodismo y su concepción del país y de sus realidades. Algo así como siete años le dedicó Carlos Lleras Restrepo en La Nueva Frontera a complementar su formación y conocimiento del acontecer contemporáneo y de sus razones de ser de carácter histórico. Durante muchos años uno de los mejores y más cultos pedagogos de nuestra historia se consagró a él con absoluta abnegación: su padre, Mario Galán Gómez. Gabriel Giraldo como su decano, aportó conocimiento, formación  y amor a Colombia.


Fue formidable el producto humano resultante. Siempre lo vi brillar de manera extraordinaria pero especialmente en el último de los grandes debates del siglo XX en el Senado de la República, cuando el Congreso todavía podía ser respetable, enfrentando la música mediocre de Alberto Santofimio, que destiló resentimiento y sólo impactó por la carencia de ideas y de programas.
El magnicidio no sólo fue un acto estúpido que se devolvió contra sus autores y promotores. Fue una grave ofensa a Colombia, a la Patria con mayúscula, porque dilapidó en una sola noche,  el mayor capital humano disponible que teníamos para enfrentar exitosamente nuestros graves problemas.

¿Cómo sería Colombia hoy si la crueldad, la estulticia y el delito no hubiesen culminado su propósito? ¿Si no hubiésemos desperdiciado ese valiosísimo capital humano?
¿Cómo sería Colombia hoy, si Antonio José de Sucre hubiese podido despistar a los sicarios que le seguían los pasos en Berruecos y se hubiese consagrado como el sucesor del Libertador?
¿Cómo sería Colombia hoy si ninguno de los dos magnicidios hubiesen tenido éxito?
Son preguntas sin respuestas. Lo que sí es evidente es que ambos fueron héroes de Colombia y compartieron un sino trágico en nuestra historia.

*Apartes de la última declaración de Luis Carlos Galán refiriéndose a los asesinatos del magistrado Carlos Ernesto Valencia y del coronel Valdemar Franklin Quintero, el mismo día de su propio asesinato.

/* */