Asociación Nacional de Anunciantes de Colombia
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Bogotá, Colombia

María Victoria Gómez

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No es fácil escribir sobre una hermana cuando todavía sentimos con tanta fuerza el dolor por su ausencia física. Lo hago porque un buen amigo de ambas, Carlos Delgado Pereira, ha querido que sea yo quien escriba sobre ella. Él sabe cómo vibraba María Victoria con el periodismo. Lo llevaba en sus genes porque creció al lado de Fernando, nuestro padre, un hombre que nos enseñó a amar este oficio. Estoy segura de que ella jugó con los linotipistas y los lingotes. Que aprendió las primeras letras con Benitín y Eneas, se encarretó con los libros desde que era todavía una niña.
Tenía no sólo el ejemplo de su papá, sino que él la ponía a leerle en voz alta uno de tantos libros que mantenía en su mesa de noche. Sólo una niña lectora es capaz de “leer” en voz alta una composición que la maestra había pedido escribir. Y lo hizo sin titubeo alguno. Hasta aquí la anécdota no tiene ninguna gracia. Pero es que la hoja del cuaderno de María Victoria estaba en blanco. No había hecho la tarea. La monja, con la astucia que da el magisterio, debió notar que su alumna no seguía las líneas, como sus compañeras. Hubo regaño y castigo merecidos. ¡Claro! Pero esa maestra le alababa a la hermana mayor, Esther, la capacidad creativa de su hermanita. Obviamente, no en presencia de la niña ni de sus condiscípulas.

Pero María Victoria no aprendió sólo de Fernando. Bertha, la incondicional compañera de Fernando, fue una esposa y mamá ejemplar, el complemento perfecto de un papá intelectual. Ella criaba a sus hijos dentro de inmensas limitaciones económicas, con un sentido de la vida y una inteligencia y perspicacia que desearían muchos doctorados de cualquier época. De Bertha, María Victoria heredó todas estas cualidades. Podríamos decir que fue la síntesis perfecta de unos papás armónicos.

María Victoria fue una mujer ética y firme sin abandonar su serenidad de todas las horas. Creo que por esto el doctor Jorge Hernández y Juan Gómez le pidieron dirigir la oficina de El Colombiano en Bogotá. Ella aceptó hacerlo en una jornada de medio tiempo que muchas veces se alargaba. Pero tenía muy claro que no podía dejarse absorber por el trabajo y descuidar su hogar: Alfonso, su esposo, y sus hijos, Daniel, María Teresa, Andrés y Martha. Después, el doctor Luis Miguel De Bedout no dejó que se ausentara definitivamente de las oficinas de Bogotá cuando ya ella quería dejar el cargo a alguien de las nuevas generaciones.

En 2008 María Victoria supo que su tiempo en la Tierra era corto. Sin embargo, hacía presencia en la oficina, más para animar a sus compañeros de trabajo que la extrañaban. En febrero de este año, los llamó para que la visitaran en su hogar. Fue un último encuentro imborrable de la memoria de quienes estuvieron allí. Una lección de vida también para su familia. Ahora, todos la añoramos pero sabemos que está en cada rincón de las almas de quienes la conocimos y es una estrellita inmensa cuya luz se siente, aunque el cielo esté azul o haya nubarrones en medio de la oscuridad de la noche. Que está, o mejor, es, con sus seres queridos que la precedieron. Que está, o mejor, es, muy cerca de la LUZ, así con mayúscula, es decir, Dios.

Quienes trabajamos en la sede de El Colombiano en Medellín esperamos en vano su llamada para alertar sobre un tema o para, con una inmensa delicadeza, criticarnos los errores, tan visibles y dolorosos en un medio de comunicación que se debe a sus audiencias, que intenta cumplir el mandato de un derecho humano fundamental: el Derecho a la Información, y que también intenta mantener presente la responsabilidad social de un oficio que es, más que un poder, un servicio.

Pero en mi caso personal siento su presencia en la ausencia y sé que al lado de Fernando y Bertha; de Isabel, Daniel y María Teresa; de Luis Fernando, Bertha Lucía y otras estrellitas amadas, María Victoria interpela mi conciencia cuando ejerzo mi oficio en esta casa periodística. No timbrará nunca más su teléfono ni habrá mensajes de texto en el celular. Sin embargo hay comunicación o comunión, un término que los creyentes en la Trascendencia, en la Vida después de la vida, comprendemos a través de la fe.
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