La personalidad de Guillermo León Valencia es tan destacada y arrolladora en todos los órdenes de su vida personal y política, que no merece que no esté inscrita, como en rigor se debería, entre las más estudiadas de la vida colombiana. La conmemoración de los cien años de su nacimiento en una casa del centro histórico de Popayán el 27 de abril de 1909, podría reparar esta omisión inexplicable y encomendarla a quienes tienen el noble oficio de la historiografía, tanto en la academia como en centros de estudio independientes, que estamos seguros encontrarían esta tarea como subyugante y plena de desafíos. Por: Guillermo Alberto González Mosquera, gobernador del departamento del Cauca.
primera impresión
Creo que la primera vez que estuve cerca de Valencia, fue en la hacienda de mi padre en el valle del Patía, que frecuento para faenas de cacería, por allá en los años cincuenta. En la noche y cuando volvía cansado pero exultante, de expediciones que seguramente mezclaban la magia del paisaje con el agite de ese deporte en que se debe derrochar energía y sagacidad, su conversación sobre la experiencia que le acababa de suceder, tenía la virtud de despertar en nosotros –niños a los que todo admiraba, más si se asemejaba a la aventura heróica– la admiración que se tiene por los héroes de los libros de aventura. Recuerdo que en el comedor de la casa, que siempre tenía platos de sazón criolla, transcurría el tiempo a velocidades insondables mientras él hacía sus relatos. No interveníamos, porque nos habían enseñado la discreción o por simple timidez, pero no podíamos dejar de estar presentes para atrapar una a una cada palabra de las que pronunciaba; elocuente y decidido, era un personaje arrollador que centraba toda la atención de los circunstantes.
Capitaneando la insurgencia
Me traslado luego a las épocas fragorosas del Frente Civil, que fue anterior al Frente Nacional y de perfiles más inscritos en la historia local. Yo estaba entonces en la vanguardia de las juventudes que habían sido convocadas por la dirigencia payanesa para combatir la dictadura de Rojas. Mis compañeros, mayores que yo y más avezados en las lides de la política, me encomendaban tareas modestas que cumplía con devoción, pero que siempre tenían una recompensa: estar cerca de la grandeza que inspiraban los adalides de la causa, entre ellos y en sitio preeminente Guillermo Leon Valencia, que capitaneaba la insurgencia. Por ello recuerdo el memorable acto de 1956 cuando la Universidad del Cauca le confirió el grado de Doctor Honoris Causa, en una ceremonia que tenía mucho más tinte político que académico, pues se trataba de darle escenarios a la lucha por la libertad. La palabra de Valencia en el Paraninfo estremeció los muros históricos del centenario claustro de Santo Domingo. Alberto Lleras era el testigo de mayor aliento, el compañero de la lucha que imponía la reflexión y que dejaba para el payanés la necesaria imagen del valor que podría llegar hasta el sacrificio. Para eso se había preparado en el transcurso de su existencia. Tenía el reconocimiento de un país que siempre ha requerido el heroísmo para llevar a cabo sus empresas políticas. Pienso que el Presidente, en cada acto de su vida puso un tinte de grandeza, una convicción de que ese era su personal aporte a la historia: luchar con denuedo y sin temores por causas que tuvieran el ribete de la gloria.
las riendas de la presidencia
Pasaron luego los tiempos en los que se le esquilmó por Laureano Gómez el derecho a la Primera Magistratura, que le correspondía como una primogenitura acorde a lo que había realizado para enfrentarse a una dictadura que le estaba oprimiendo los pulmones a la democracia. En el siguiente cuatrienio vino la reparación. Recuerdo ese sábado de gloria en que ungido llegó a Popayan. En cierta manera era un acto de reparación. El maestro Valencia, su padre había intentado en dos ocasiones llegar a la Primera Magistratura de Colombia y en ambas se había atravesado una circunstancia desafortunada. En 1918, las jerarquías de la Iglesia católica mostraron una abierta preferencia por Marco Fidel Suárez, un antioqueño sumiso que les pareció ideal para una época en la que el Arzobispo Primado podía inclinar la balanza a su antojo. Y en la de 1930, la división conservadora abrió la brecha para que se impusiera el candidato liberal, que aguardaba su momento. Ahora, cuando ya había transcurrido la primera mitad del siglo y otros vientos soplaban sobre el suelo de la patria, el hijo del Maestro reivindicaría la frustración que se respiraba aletargada en el aire del Cauca. Estoy seguro, de que en todo esto pensaría Guillermo León cuando el 7 de agosto de 1962, en el Capitolio Nacional y en nombre de los dos partidos tradicionales se ceñiría la banda presidencial.
Sería un cuatrienio que poco se parecería a otros de la historia nacional. Quien estaba al mando del timonel de una nave que surcaba un mar tormentoso era un hombre decidido, aliado de la tempestad y el arrojo, que marcaba un estilo diferente al de otros mandatarios. Tenía un apasionado amor por su país y enarbolaba un estandarte de batalla con lealtad hacia unos inalterables valores, en los que el primer lugar le correspondía al honor como premisa de gobierno. La paz que había sufrido mengua por la aparición de brotes guerrilleros de inspiración marxista, debía buscarse imponiendo una persecución al enemigo en sus propios feudos. Por eso quedó inscrito el nombre de Marquetalia como sinónimo de lucha en el seno mismo de los alzados en armas. Ruiz Novoa, un general con ambiciones de poder que coqueteaba con las centrales obreras e intervenía en política con desfachatez, fue destituido en un acto audaz en el mismo salón del Palacio en donde despachaba el Presidente. Quienes venían de visita a Colombia durante el mandato de Valencia, quedaban impresionados al encontrar un mandatario que no tenía la imagen estereotipada de los jefes de Estado que fabricaban para América Latina los que miraban la región con el lente de los escritores del trópico. Valencia parecía salido de una corte europea o de un libro de aventuras de caballería. Impresionaban sus maneras de noble, sus gestos, sus apreciaciones de caballero quijotesco, la pronta respuesta para tomar decisiones.
En los cuatro años del mandato, era lógico que hiciera las delicias de periodistas y caricaturistas, que encontraban en sus expresiones y respuestas rápidas, en sus apuntes ingeniosos un inagotable venero para crónicas o trazos de dibujantes. No se volvió a dar un fenómeno semejante en la política colombiana. En adelante, era fácil compararlo con mandatarios o jefes políticos acartonados o aburridos en la conversación, que Valencia siempre dominó como un arte que terminaba encantando al interlocutor. La excepción podría ser Belisario Betancur, de inagotable cultura y especial gracia en el comentario y la anécdota, a quien puede considerarse por muchas razones como el discípulo predilecto de Valencia. Lo apoyó en sus campañas presidenciales y con afecto por cierto bien correspondido, lo animó en la política y le concedió una amistad sin sombras que perdura en el reconocimiento que el antioqueño ilustre se ha encargado de hacer visible en el tiempo.
Enalteció la historia del Cauca
Los caucanos le debemos a Valencia que no se hubiera eclipsado la pléyade de nombres ilustres que forjaron la historia de grandeza de la región en el siglo XX. Por muchos años me he propuesto reivindicar con hechos y nombres la historia de este tiempo que se ha querido disminuir y contrastar con la centuria que le antecedió. Al escudriñar sobre este tema, alguna vez escribí que se pensaba en el Cauca como una región que había agotado su pujanza en el siglo XIX. Que su fulgurante presencia en aquella época con sus caudillos militares, sus estadistas y sus letrados, primero en el movimiento emancipador, luego en la consolidación de la República y a lo largo de toda la centuria en cuanto levantamiento armado o guerra civil se sucedió, fue tan intensa y apasionada que difícilmente hubiera podido repetirse en el siglo siguiente. Repito, que es esta una apreciación simplista que se contradice con los hechos y nombres que presenté en la obra sobre los Cien Caucanos, entre los cuales, por supuesto, era indispensable colocar a Guillermo León Valencia.